Ariely, Dan (2009): Las trampas del deseo

Teniendo en cuenta que han pasado más de diez años desde que Las trampas del deseo vio la luz podríamos decir que nos encontramos ante un clásico. Pero este libro no entró en «mi radar» hasta hace unas semanas. Y me ha gustado tanto que no me resisto a recomendarlo encarecidamente. Y eso que, a priori, tiene poco que ver con mis intereses investigadores y académicos. O sí, como reflexionaré más adelante.

Podríamos definir esta obra del psicólogo Dan Ariely como un libro divulgativo de la «economía conductual» una (relativamente) joven disciplina científica que intenta explicar cómo nuestras decisiones (de compra o de otra tipo) están marcadas por patrones que poco o nada tienen que ver con la racionalidad que se espera del consumidor en la economía clásica o convencional.

He disfrutado especialmente la capacidad de divulgar la investigación sobre Ciencias Sociales. En general, quienes nos dedicamos a estas disciplinas, hacemos poca y mala divulgación. Libros como el de Ariely son muy necesarios.

Ariely explica, entre otras muchas cuestiones, ejemplificadas y sostenidas en resultados de investigación:

  • Que nuestras decisiones se basan casi siempre en comparaciones. Nos resulta casi imposible evaluar objetos, situaciones o incluso personas en términos absolutos.
  • Que el mero hecho de renunciar a una opción entre las posibles nos genera estrés. Sacrificamos tiempo, dinero y cualquier otro recurso para no «cerrar» definitivamente la puerta a una opción.
  • Que nuestra conducta se puede regir por normas sociales (para contribuir de manera altruista a la sociedad, reforzar nuestros lazos con nuestros amigos…) o por normas económicas (a cambio de un salario). Pero una vez que entramos a realizar alguna tarea desde una perspectiva salarial ya no podemos volver a considerarlo como una tarea social.
  • Que el concepto de propiedad distorsiona nuestra percepción del valor de los bienes. Cuando creemos ser dueños de algún objeto, lo valoramos mucho más. Esto ocurre incluso antes de que realmente esa propiedad sea efectiva.
  • Que las emociones influyen en nuestras decisiones. Además, somos terriblemente incapaces de prever cómo reaccionaríamos o qué decisiones tomaríamos en momentos de intensidad emocional
Dan Ariely, autor de «Las trampas del deseo»

Y este libro, ¿tiene algo que ver con mis intereses académicos? ¿Cómo conecta la obra de Dan Ariely con la Comunicación y con el Periodismo?

Ha habido dos ideas que me han resultado especialmente sugerentes, me han hecho pensar y que incluso podrían dar lugar a líneas de investigación en mi área: la necesidad de singularidad y el papel de los principios éticos para evitar actitudes deshonestas.

Necesidad de singularidad y redes sociales

En el capítulo 13, «Cervezas y chollos. Qué es la economía conductual, y dónde están los chollos», Ariely habla de la «necesidad de singularidad», un rasgo de personalidad que hace que las personas sacrifiquen su utilidad particular e individual a cambio de obtener reputación entre sus contactos.

Dicho de otra manera, los individuos con mayor necesidad de singularidad toman decisiones distintas en público que en privado. En público sus decisiones se encaminan a definir mejor sus rasgos y su personalidad. Y pueden ser incluso distintas u opuestas a lo que decidirían en privado.

Ariely pone el ejemplo de los comensales en un restaurante. Aquellos sujetos con mayor necesidad de singularidad tenderán a pedir comidas y bebidas distintas a la de sus compañeros de mesa para reforzar su imagen como individuos con voluntad propia.

Esta «necesidad de singularidad» enlaza con una de mis líneas de investigación: por qué compartimos noticias en redes sociales. Una de las respuestas a esta pregunta apunta a que las noticias que compartimos nos sirven como herramienta para relacionarnos con los demás. En particular, compartir noticias nos ayuda a gestionar nuestra propia imagen. Es decir, cuando compartimos una noticia intentamos proyectar una serie de atributos personales ante nuestros contactos.

Analizar esa «necesidad de singularidad» puede ayudarnos a entender mejor qué noticias compartimos. Quizá cabría la posibilidad, por ejemplo, de relacionar esa «necesidad de singularidad» con la espiral del silencio: «¿hasta qué punto la necesidad de singularidad me puede empujar o frenar a la hora de expresar opiniones que percibo como minoritarias en mi entorno?».

Sería interesante comprobar también si esa «necesidad de singularidad» influye o se relaciona en algún sentido con otros fenómenos como el sesgo de confirmación (compartir noticias que refuercen nuestra visión del mundo) o el colapso de contexto (no saber cómo comportarse ante un conjunto de contactos heterogéneo y diverso entre sí). Ahí dejo la sugerencia 🙂

La ética como garantía eficaz

Por otro lado, Ariely ofrece evidencias de que la ética -pese a lo que algunos puedan asegurar- realmente amortigua las tentaciones del lado oscuro.

Un «sociólogo» con el que trabajé en su día solía insistirme, de manera vehemente, en que los mediterráneos no estamos hechos para sostener un estado del bienestar. Según aquel sujeto, un sistema basado en la igualdad impositiva no puede funcionar en España o en Italia porque nuestro carácter mediterráneo nos lleva a defraudar impuestos y evitar la ley.

Imagen aleatoria sin relación absoluta con lo recién expuesto

«Las trampas del deseo» supera esta «sociología de salón». El libro ofrece evidencias de que todos los sujetos tienden a ceder ante la posibilidad de beneficiarse de alguna injusticia o conducta deshonesta. La picaresca no es patrimonio exclusivo de los mediterráneos.

Sin embargo, Ariely y sus colegas encontraron un mecanismo para frenar esta tendencia a la triquiñuela. En otro experimento demostraron que el mero hecho de recordar unos principios éticos concretos (los Diez Mandamientos) o la suscripción de unas normas morales de conducta inespecíficas reducía el porcentaje de sujetos que actuaban de manera deshonesta.

En el capítulo 11 «El contexto de nuestro carácter (parte I). Por qué somos deshonestos, y qué podemos hacer al respecto» Ariely recuerda que:

El término profesión viene del latín professus, que significa «declarado públicamente». Se decía que las personas que dominaban el conocimiento esotérico no sólo tenían el monopolio de la práctica de dicho conocimiento, sino también la obligación de utilizar su poder con sabiduría y honestidad. El juramento –de palabra y, a menudo, también por escrito– era un recordatorio a los practicantes de que habían de regular su propio comportamiento, y asimismo proporcionaba un conjunto de normas que debían seguir a la hora de cumplir con los deberes de su profesión

Esto me ha hecho pensar en una de mis viejas y más constantes obsesiones: la importancia de que el periodismo sea una profesión regulada. Que exista un colegio profesional y que de una manera u otra supervise el cumplimiento de los principios éticos básicos. El hecho de que los periodistas prometamos regularmente fidelidad a esos principios deontológicos fundamentales podría contribuir a desterrar prácticas y personajes indignos que están acabando con el buen nombre de nuestra profesión.

Imagen aleatoria sin relación absoluta con lo recién expuesto

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